El gran Teo


Rafael Antúnez

Cuando lo conocí era grande y gordo como un oso y algo de oso había también en su rostro gentil y pronto a la sonrisa, en su andar y en su sed y en su apetito.
Tenía una voz suave y un afinado (y afilado) sentido del humor par de su generosidad. Nunca he visto a nadie como a él entusiasmarse más fácilmente con las ideas de otros, involucrarse con mayor facilidad en proyectos que parecían totalmente desaforados (muchos de ellos lo eran): talleres, conferencias, publicaciones, cursos, encuentros, mesas redondas, ediciones de libros y revistas… su vida parecía estar dedicada a la generación de proyectos sin importar cuan irrealizables parecieran. Lo suyo era lidiar con la imposibilidad. Era un poeta y qué si no el arte de hacer posible lo imposible por medio de las palabras puede ser la poesía. Y él vivía para la poesía, para escribirla, para leerla, para habitarla como una casa, como a una ciudad, para enamorarse de ella… Si uno hablaba de poesía con él, su expresión cambiaba y se llenaba de gozo, citaba y no le importaba si lo hacía bien o mal, no le preocupaba en lo más mínimo si pronunciaba bien o mal los apellidos de los poetas extranjeros. Apuntaba en una libretita los libros que uno le recomendaba o los nombres de los autores que no conocía. Y entonces parecía un niño, ya serio, ya estallando en carcajadas celebrando o criticando tal o cual verso, hablando de un libro que estaba escribiendo o por escribir.
Teo escribió mucho, poemas, cuentos, crónicas, memorias… Pero el era fundamentalmente un poeta que había luchado mucho por encontrar su verdadera voz. Una voz distinta, original, ajena a los vaivenes de las modas. Una voz que le permitió expresar cosas como éstas:

Las plantaciones son apenas soledades
en el alma del hombre.

Nada hay que lo contemple cuando se contempla
absorto de sí mismo,
como una piedra en el fondo del río
que sabe que es piedra sin saber que se es río.

También son lo que no son,
y apenas si son algo más que una mancha verde,
una mancha triste,
como la sombra de ese árbol que no se puede ya quitar debajo de ese árbol.

Aunque ya había oído hablar de él en los años 80 a Paco Magaña y a José Homero, no le conocí sino hasta 1995, año en que fuimos compañeros de beca y de habitación en Taxco, en uno de los tantos encuentros de escritores a los que uno acude, ya por gusto, ya por obligación.
Dueño de una sencillez capaz de desarmar a cualquiera, detestaba las poses de los poetas, su afán por las currícula, lo afectado de sus movimientos al leer y lo falta de sustancia que hallaba en cuanto escribían. “Burgueses” decía y movía las manos como quien espanta una mosca. No sentía gran interés por ellos y prefería hablar de Pessoa y de su admiración por Saint John Perse, a quien no hacía mucho había descubierto. El poco tiempo que pasamos juntos en ese encuentro bastó para hacernos buenos amigos. Nos escribíamos y hablábamos de que él vendría a Xalapa y de que yo iría a Tabasco. No hicimos ninguna de las dos cosas.
En 1999, estando yo al frente de las colecciones de libros que la Editora de Gobierno publicaba, le invité a participar y me mando uno de los que yo considero sus mejores libros: Canciones para la infanta. Elegí para la portada un cuadro de Balthus que parecía hecho expresamente para el libro que narra el amor y el deseo de un vendedor de platanitos por una ninfeta “de piel oceánica como la brisa de los trópicos”. Un poema a un tiempo amargo y feliz, la voz (que en otros libros sonaba atropellada) aquí era dueña de un tono y un ritmo sabios, cadenciosos:

Tocan el muro de mi casa y la soledad se va
como por sombras ebrias, como en jolgorios de carnavalescas
cofradías.
Oigo el muro de mi casa y mi corazón revienta, infla sus ánimos
acecha el oído la llegada y la caída de las aguas por ese cuerpo
menudo
al otro lado de mi felicidad.
Cuerpo menudo, ya sin ropas, que se expone
a lascivas miradas de los vientos, a las manos lujuriosas del
agua,
al deseo indefinible de mi oído; y además canta.

Su vocecilla de infanta poderosa y tosca,
anuncia también los pliegues íntimos de sus muslos,
sus nalgas finas y su pelambre hirsuta,
sus piernas largas y su vientre plano.

La tortura del sonido es la más bestial con esa lluvia
que escurre por su cuerpo, con ese cuerpo que se unta al agua,
el agua que ya soy desde hace rato,
cuando la jícara me echó de bruces en su pelo
y le ericé toda su piel ya con mi anhelo de lengua fría,
de lengua que arde nada más con el sonido.

Le envié sus ejemplares y no obtuve respuesta de su parte. Pensé que la portada o algo en el libro no había sido de su agrado. Le escribí un par de veces, pero su silencio persistió hasta un año más tarde en que sonó el teléfono y era él diciéndome que si quería ir a presentar su libro a Tabasco. Dos sorpresas me esperaban ahí.
La primera: fue encontrarme con la noticia de que había perdido la vista. Unas grandes gafas negras cubrían sus ojos y él apoyaba su mano en un adolescente que le servía de lazarillo. La ceguera lo dejó al borde de la muerte. La depresión inmediata a la pérdida total de la visión lo llevó al suicidio como él mismo contaba:

Soy invidente por diabetes descuidada. Tenía 35 años cuando ocurrió el fenómeno y claro: decidí matarme y escribí una carta a toda la familia y amigos; compré una vacuna para matar a un caballo que se había desnucado y no moría. El dependiente del establecimiento pudo ver mi desesperación e intención de suicidio y me dio un producto adulterado. En una tarde con escasos pájaros y vehículos en las calles, con el incisivo sonido de las gotas de una llave mal cerrada, me inyecté en la vena principal de mi brazo izquierdo. Respiré fuerte y esperé. Pero el resultado no llegó. Una diarrea impresionante, vómito y escalofrío se apoderó de mi cuerpo y también de mi alma.
Sentado a la taza del baño, no sé por qué recordé a René Descartes: cogito ergo sum. Tembloroso, encabronado, lleno de ridículo, si es posible esto, lamenté mi suicidio frustrado. Entonces, con una dignidad que no había experimentado jamás, me dije a mí mismo que ni madres, desde ahora iba a ser yo, el que nunca había sido”.

La segunda sorpresa era que su entusiasmo seguía, no sólo intacto, sino renovado, ahora era más activo que antes. Estaba lleno de proyectos y su sentido del humor y la amistad de sus muchos amigos lo había sacado a flote. Era el de siempre, el poeta munífico con algo de niño y oso que reía cargado de nuevos entusiasmos. La ceguera no significaba gran cosa para él:
“Yo sigo viendo. Yo veo porque me acuerdo. Yo veo todo lo que ví y no me asumo como un ciego. Tengo ciertos principios: toda mujer chaparrita es nalgoncita, y eso no me lo puede negar nadie. Hay un conocimiento del mundo pero también hay una fabulación del mundo.”

Pero el 12 de noviembre de este año, a las dos y media de la tarde, “el gran Teo”, como lo llamábamos sus amigos, perdió la pelea con la diabetes y se fue con su música y sus risas a otra parte y nos dejó “la tarde llena de tristeza, ah, y también el canto de los grillos”.

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